¡Al fin tengo en mis manos el libro A Nordic smart sustainable city: Lessons from theory and practice (Routledge, 2025)!
Como ocurre a menudo en Noruega, la interdisciplinariedad se presenta con total naturalidad, y en este caso resulta una maravilla encontrar en un mismo volumen voces de la educación, el urbanismo y la sostenibilidad. as editoras del libro lo ejemplifican muy bien: Barbara Maria Sageidet, con experiencia en educación infantil y sostenibilidad; Doris Müller-Eie, arquitecta y planificadora urbana; y Kjersti M. F. Lindland, especialista en desarrollo sostenible y políticas urbanas. Esta combinación de perfiles aporta riqueza a la reflexión sobre las ciudades y cómo las habitamos.s.
Mi principal curiosidad al leer este libro era preguntarme: ¿por qué iniciar en la educación infantil procesos de aprendizaje sobre sostenibilidad urbana? Quería ver cómo se argumentaba esta cuestión y, en particular, qué aportes podía encontrar en el capítulo 14 (Developing children’s understanding of their complex urban environment – Kindergarten’s awareness of air quality in Stavanger, de Sageidet, Kesarovski y Zhivkov, 2025). A continuación comparto mi reflexión personal a partir de este capítulo.
Un primer argumento que encuentro es que la sostenibilidad no es ajena a la infancia. La contaminación, el tráfico o la disponibilidad de parques forman parte de su vida diaria y afectan directamente a su bienestar. La diferencia entre jugar en un espacio verde o caminar por una calle con tráfico intenso ya es un aprendizaje en sí mismo. Estas vivencias, cuando se ponen en diálogo en la educación infantil, abren procesos de conciencia crítica que parten de la experiencia corporal y emocional.
El texto también propone la indagación lúdica y visual como mediadora. Juegos, imágenes contrastadas y paseos por el barrio ayudan a que niñas y niños exploren preguntas nacidas de su propio contacto con el entorno. A partir de los cinco años, son capaces de relacionar lo que sienten al respirar en un parque con lo que ocurre en una calle con tráfico, y de preguntar por qué hay diferencias. El juego hace comprensible la complejidad urbana y fortalece la conexión con la comunidad.
Otra contribución es la idea de reconocer a la infancia como ciudadanía presente. Lo aprendido en el jardín de infancia puede compartirse en casa y motivar cambios cotidianos, como elegir rutas más saludables o valorar medios de transporte no motorizados. Lo importante no es la acción en sí, sino el reconocimiento de la infancia como agente que participa en la construcción colectiva de la ciudad sostenible.
La dimensión tecnológica se aborda a través del uso de sensores de calidad del aire, pero no como un fin en sí mismo. Lo relevante es que la tecnología resulte comprensible y cercana a niñas y niños, mostrando cómo se relaciona con la vida urbana y cómo ofrece información útil para comprender el entorno. Esta conexión ayuda a percibir la ciudad como un espacio de interdependencias entre personas, sistemas técnicos y medioambiente.
Finalmente, el capítulo recuerda que la sostenibilidad forma parte del currículo noruego de educación infantil, en diálogo con los Objetivos de Desarrollo Sostenible. No es un añadido, sino un eje transversal que orienta la práctica educativa hacia la responsabilidad colectiva. Desde la pedagogía social, esto invita a pensar cómo los marcos curriculares pueden abrir oportunidades para trabajar la sostenibilidad como experiencia vivida y compartida, en lugar de fragmentarla en contenidos aislados.
Leído desde esta perspectiva, el valor del capítulo está en que no concibe la educación ambiental como un saber especializado, sino como parte de la vida comunitaria. La sostenibilidad urbana se convierte en un campo de aprendizaje que cruza juego, cuerpo, ciudadanía y territorio. Reconocer que niñas y niños ya son habitantes de la ciudad —que respiran, juegan, preguntan y participan— permite imaginar prácticas educativas que los sitúan como agentes activos de ciudades más inclusivas y habitables.
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